jueves, 6 de agosto de 2015

Chin Pum…Tirabuzón



Dos menos cuarto de la tarde…la ferretería esta medio a oscuras. La luz entra por las vidrieras con las cortinas levantadas, pero la persiana central está cerrada.

Todos los días el ferretero, un señor alto, delgado y de pelo blanco se fuma su primer cigarrillo de la tarde y espera.

Está sentado del lado donde se entran los clientes en el viejo banco de madera, apoyando su brazo izquierdo en el mostrador, mirando las agujas del reloj electrico color verde.

Dos menos cinco…. con la mirada fija hacia la calle, está pensativo absorbiendo la última bocanada de humo. Se para, apaga el cigarrillo y camina lentamente unos metros hacia la puerta.

Descuelga del gancho el viejo hierro que sirve para abrir la persiana y se lo apoya sobre el empeine del zapato, moviéndolo como jugando y esperando.

Dos en punto…abre la puerta de madera que separa el salón de ventas de la persiana, la engancha con el viejo y sucio hilo trenzado, se aproxima a la persiana, pone el viejo fierro en el gancho y con un movimiento casi involuntario, que repite todos los días, golpea con el taco del zapato las trabas que mantienen cerrado el negocio.

La persiana se sube sola, pero a la mitad del recorrido la para, saca el gancho de hierro, la mantiene con el hombro y apoyando el fierro en la base la termina de subir hasta su tope.

El chico lo mira. Sabe de memoria cada uno de los movimientos de su abuelo. Sabe que va a colgar el viejo gancho de hierro y encenderá las luces, listo para esperar la entrada de los parroquianos.

Se queda allí viendo como se ilumina la mesa de trabajo donde el viejo ferretero hace sus reparaciones. Las cerraduras antiguas, los calentadores Bram Metal y Primus, las planchas Atma ó Princess, las estufas de velas son sus desafíos cotidianos. No hay ninguna de ellas que pueda resistirse a su capacidad para reslover sus problemas.

Todos estos artefactos domésticos terminarán con un cartelito con el nombre del dueño… Doña Luisa, Doña María, Don Enrique, cuando no sabe el nombre aparecen en los cartelitos nombres como Besugo, Marcoia, Totuer y cientos de apodos colocados como el mejor de los guionistas de humor, esperarán silenciosos a que vengan a buscarlos.

La vieja mesa de trabajo es de madera con dos cajones que son tan pesados que nunca pude abrirlos con la fuerza de un niño. En uno de ellos estaban las herramientas de trabajo, y en el otro…el de la izquierda, miles de llaves de cerraduras, viejas, ya inutiles para abrir alguna puerta, pero quizás un tesoro para las reparaciones para volver a reutilizarlas.

Sobre la mesa hay varias latas oxidadas o frascos de vidrio con tapa para guardar cientos de tornillos, arandelas y tuercas.
Una única luz ilumina la mesa con una débil lámpara de 60 watts apuntando para abajo cubierta por el cartón coarrugado del envoltorio original (Osram).

Estaba allí horas viendo a mi abuelo limar llaves, pelar cables de tela, soldar con estaño o bronce. Allí aprendí como se arreglan las cosas. Como se busca remplazar las partes que no se consiguen con piezas alternativas. Aprendí a probar cosas eléctricas con la lampara en serie.

Pasaban los días y los años y todo estaba siempre en el mismo lugar, nunca modificaba nada, todos los días hacía mas o menos la misma rutina.

A las cinco ó seis de la tarde empezaba a guardar todo. Apagaba la luz y se aprestaba a volver para su casa. Antes pasaba por la pileta del fondo a lavarse las manos con jabón Pinche de Llauró. Luego se iba a cambiar a la piecita de arriba y bajaba listo para manejar su Studebaker Champion 49 ó la Estanciera 61 y al final el Chevrolet Super 66 color azul.

Todavía recuerdo el día que decidió dejar de manejar. Tenía la vista cansada y con una catarata incipiente. El trafico era mucho más intenso y agresivo. Empezaron a insultarlo porque iba despacio. Y una tarde que me llevaba a su casa, luego de una maniobra brusca dijo en voz alta…”no manejo más”.

Desde ese día se empezó a tomar el colectivo. Esperaba a la mañana el 293 en Calchaquí y Tucumán. Por la tarde–noche lo acompañaba todas las veces a parada que estaba enfrente del negocio sobre Pavón, y le avisaba cuando venía el 293 con la tablita verde que decía “x Mitre”, que tardaba como media hora menos que el otro que iba por el cementerio de Avellaneda. Su vista no le permitía distinguir entre las opciones de la ruta del colectivo y muchas veces se tomaba el equivocado. Por eso un día me pidió que lo acompañara. Allí me dí cuenta que ya no veía bien. Pero inocentemente no advertí que su final estaba cerca.

Hoy, despues de más de varias décadas, extraño todo eso. Quisiera poder volver a ver su mirada, su pelo, su sonrisa, escuchar su voz y contemplarlo trabajar en su taller. Gracias por tú sabiduría y tú infinita bondad.

Te sigo extrañando querido abuelo Emilio. Llevo conmigo como si fuera un tesoro incalculable, los quince minutos que estabamos juntos antes de levantar la persiana, cuando ibamos del banco de madera hasta la puerta agarrados de la mano, saltando y cantando el chim pum…tirabuzón, que jamás olvidaré.

De tú querido nieto Oscar, un 06 de agosto del 2015