Dos menos cuarto de la
tarde…la ferretería esta medio a oscuras. La luz entra por las vidrieras con
las cortinas levantadas, pero la persiana central está cerrada.
Todos los días el ferretero,
un señor alto, delgado y de pelo blanco se fuma su primer cigarrillo de la
tarde y espera.
Está sentado del lado
donde se entran los clientes en el viejo banco de madera, apoyando su brazo
izquierdo en el mostrador, mirando las agujas del reloj electrico color verde.
Dos menos cinco…. con la mirada
fija hacia la calle, está pensativo absorbiendo la última bocanada de humo. Se
para, apaga el cigarrillo y camina lentamente unos metros hacia la puerta.
Descuelga del gancho el viejo
hierro que sirve para abrir la persiana y se lo apoya sobre el empeine del
zapato, moviéndolo como jugando y esperando.
Dos en punto…abre la
puerta de madera que separa el salón de ventas de la persiana, la engancha con el
viejo y sucio hilo trenzado, se aproxima a la persiana, pone el viejo fierro en
el gancho y con un movimiento casi involuntario, que repite todos los días,
golpea con el taco del zapato las trabas que mantienen cerrado el negocio.
La persiana se sube sola,
pero a la mitad del recorrido la para, saca el gancho de hierro, la mantiene
con el hombro y apoyando el fierro en la base la termina de subir hasta su
tope.
El chico lo mira. Sabe de
memoria cada uno de los movimientos de su abuelo. Sabe que va a colgar el viejo
gancho de hierro y encenderá las luces, listo para esperar la entrada de los
parroquianos.
Se queda allí viendo como
se ilumina la mesa de trabajo donde el viejo ferretero hace sus reparaciones. Las
cerraduras antiguas, los calentadores Bram Metal y Primus, las planchas Atma ó
Princess, las estufas de velas son sus desafíos cotidianos. No hay ninguna de
ellas que pueda resistirse a su capacidad para reslover sus problemas.
Todos estos artefactos
domésticos terminarán con un cartelito con el nombre del dueño… Doña Luisa,
Doña María, Don Enrique, cuando no sabe el nombre aparecen en los cartelitos
nombres como Besugo, Marcoia, Totuer y cientos de apodos colocados como el
mejor de los guionistas de humor, esperarán silenciosos a que vengan a buscarlos.
La vieja mesa de trabajo
es de madera con dos cajones que son tan pesados que nunca pude abrirlos con la
fuerza de un niño. En uno de ellos estaban las herramientas de trabajo, y en el
otro…el de la izquierda, miles de llaves de cerraduras, viejas, ya inutiles
para abrir alguna puerta, pero quizás un tesoro para las reparaciones para volver
a reutilizarlas.
Sobre la mesa hay varias
latas oxidadas o frascos de vidrio con tapa para guardar cientos de tornillos,
arandelas y tuercas.
Una única luz ilumina la
mesa con una débil lámpara de 60 watts apuntando para abajo cubierta por el cartón
coarrugado del envoltorio original (Osram).
Estaba allí horas viendo a
mi abuelo limar llaves, pelar cables de tela, soldar con estaño o bronce. Allí
aprendí como se arreglan las cosas. Como se busca remplazar las partes que no
se consiguen con piezas alternativas. Aprendí a probar cosas eléctricas con la
lampara en serie.
Pasaban los días y los
años y todo estaba siempre en el mismo lugar, nunca modificaba nada, todos los
días hacía mas o menos la misma rutina.
A las cinco ó seis de la
tarde empezaba a guardar todo. Apagaba la luz y se aprestaba a volver para su
casa. Antes pasaba por la pileta del fondo a lavarse las manos con jabón Pinche
de Llauró. Luego se iba a cambiar a la piecita de arriba y bajaba listo para manejar
su Studebaker Champion 49 ó la Estanciera 61 y al final el Chevrolet Super 66
color azul.
Todavía recuerdo el día
que decidió dejar de manejar. Tenía la vista cansada y con una catarata
incipiente. El trafico era mucho más intenso y agresivo. Empezaron a insultarlo
porque iba despacio. Y una tarde que me llevaba a su casa, luego de una
maniobra brusca dijo en voz alta…”no manejo más”.
Desde ese día se empezó a
tomar el colectivo. Esperaba a la mañana el 293 en Calchaquí y Tucumán. Por la
tarde–noche lo acompañaba todas las veces a parada que estaba enfrente del
negocio sobre Pavón, y le avisaba cuando venía el 293 con la tablita verde que
decía “x Mitre”, que tardaba como media hora menos que el otro que iba por el
cementerio de Avellaneda. Su vista no le permitía distinguir entre las opciones
de la ruta del colectivo y muchas veces se tomaba el equivocado. Por eso un día
me pidió que lo acompañara. Allí me dí cuenta que ya no veía bien. Pero
inocentemente no advertí que su final estaba cerca.
Hoy, despues de más de
varias décadas, extraño todo eso. Quisiera poder volver a ver su mirada, su
pelo, su sonrisa, escuchar su voz y contemplarlo trabajar en su taller. Gracias por tú
sabiduría y tú infinita bondad.
Te sigo extrañando querido
abuelo Emilio. Llevo conmigo como si fuera un tesoro incalculable, los quince
minutos que estabamos juntos antes de levantar la persiana, cuando ibamos del
banco de madera hasta la puerta agarrados de la mano, saltando y cantando el
chim pum…tirabuzón, que jamás olvidaré.
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